viernes, 31 de mayo de 2013

Caminos actuales de la onto-epistemología

Por: JACOBO MUÑOZ
(Estracto de "Daímon", Revista Internacional de Filosofía, nº 50, 2010)

Buena parte de los esfuerzos filosóficos de las últimas décadas se han centrado, en el ámbito de la teoría del conocimiento, en la revisión crítica e implacable demolición de la «imagen heredada», entendiendo como tal la un tanto laxamente caracterizada como «cartesiana». Con la particularidad de que su crisis –que es la crisis de todos y cada uno de sus grandes supuestos, desde el representacionismo al fundamentalismo, desde su atenimiento a la «perspectiva egocéntrica» a su atomismo– ha acabado por poner en cuestión algo más que un paradigma. Porque al hilo de tal crisis ha pasado a proponerse, desde ángulos distintos, sí, pero curiosamente coincidentes, y coincidentes además de un modo que no deja de resultar harto representativo del actual clima cultural europeo, es nada más y nada menos que la sustitución de la teoría del conocimiento como tal, y su lenguaje universalizante, por una suerte de filosofía de la cultura de inspiración más o menos hermenéutica. Y para ello se ha recurrido incluso a la autoridad totémica –y ciertamente contraria a la epistemología «clásica»– del «viraje pragmático» presuntamente protagonizado por Heidegger y el segundo Wittgenstein.

En definitiva, lo que en el fondo –y no tan en el fondo– ha estado, y está, en juego en esta compleja operación intelectual no ha sido otra cosa que una reconstrucción crítica enprofundidad de ese avatar de la «metafísica de la subjetividad», que habría sido el cartesianismo.




Y de sus implicaciones y consecuencias. Y, ciertamente, si se reduce la historia de la filosofía a historia de la metafísica y se identifica la teoría del conocimiento en su momento genético «supremo» con el «absolutismo gnoseológico» del problematizado autor del Discurso del método, elevado a gran clásico de la mismísima metafísica de la subjetividad y responsable último de ese proceso de «subjetivización de lo real» al que se reduciría su influyente aportación histórico-filosófica, todo parece claro. Las cuentas cuadran y el camino que conduce y a la vez invita a la destrucción queda expedito. Una destrucción que lleva inscrito en su frontispicio, claro es, un gran nombre y muchos pequeños nombres que de un modo u otro –el modo del desconstruccionismo y el de la «debilitación» posmoderna de la metafísica de la violencia y la presencia, del de los cultivadores del pensar del ser y el de los desconstructores del sujeto enfático de la Modernidad, el de ciertos feminismos de la diferencia y el de los alegres muchachos del «todo vale»– se alimenta de él. En definitiva, todo queda en familia. En «la» familia, dónde no hay voz que no encuentre hoy su eco. Total, un simple viraje, errado, sí, pero por fortuna superado ya, de la metafísica, ayer dedicada a determinar los principios y las causas del ente y desde Descartes –un Descartes leído en una clave intrafilosófica muy precisa o relativa, si se prefiere, a ese proceso de «consumación de la metafísica occidental» que él mismo inauguraría con su presunta «reducción del sum al cogito y del cogito al ego», por decirlo ahora con J.L. Marion–, a roturar los principios del conocimiento. Aunque, sin abandonar, claro es, el territorio de la a un tiempo rescatada y renovada philosophia perennis. Exactamente esa que siglos después Heidegger habría «destruido» con su vuelta rememorativa a los orígenes con vistas, como recordaba recientemente Pedro Cerezo, a una apropiación, por fin «genuina y positiva», del pasado. Que sería igualmente la anticipación de un futuro del pensar esencial por él mismo anticipado como tarea y destino. (Todo ello al hilo, dicho sea de paso, de una doble y aparentemente, solo aparentemente, discorde estocada. La dirigida al neokantismo y la que, con mayor urgencia académica, apuntaba a la destrucción, esta vez sin recuperación «re-descubridora» posible, del núcleo duro de la egología husserliana. Nada ni nadie se interponía ya en el verdadero camino «a las cosas mismas»…).

Con la particularidad de que así enfocadas las cosas, la crisis de ese capítulo central de la historia de la filosofía que sería la moderna metafísica de la subjetividad (el «cartesianismo») y sus rasgos esenciales –desde su comprensión del ente como lo susceptible de representación al fundamentalismo, desde su atenimiento a la «perspectiva egocéntrica» a su atomismo, desde la defensa del valor regulativo de nociones como las de verdad, objetividad y racionalidad a su lenguaje universalista, desde su actitud crítica frente a la tradición a s insobornable normativismo– sería la crisis de la teoría del conocimiento tout court. En la que Heidegger y el último Wittgenstein habrían jugado, como dejó sentado Rorty en pasos muy citados en los últimos tiempos –casi tanto como los del otro gran motor del envite «posmoderno», en este caso en versión neocatólica, Gianni Vattimo– un papel decisivo, que entre nosotros ha recogido y entendido con inapreciable rigor Vicente San Félix.

La crítica wittgensteiniana del «mito de la interioridad» es sin duda una pieza fundamental
del anticartesianismo –o de cierto anticartesianismo…– de la filosofía contemporánea.
Pero es dudoso que apuntara, y más dudoso aún que apunte efectivamente, a la legitimidad de la epistemología como tal. El caso de Heidegger es muy distinto. Puede, en efecto, que tenga su fundamento la condescendencia un tanto soberbia con la que Heidegger –siempre implacable con lo que iba dejando atrás, o, simplemente, a un lado– subrayó en 1929 en Davos frente a Cassirer que lo verdaderamente importante, a propósito de la emergencia de todo valor y de todo significado, o lo que es igual, de toda actividad simbólica, se identifica con la cuestión esencial de la temporalidad de la existencia humana que hace posible tal emergencia. Esto es, con la cuestión de la estructura específica de esa temporalidad que permite que se ser mortal y finito que es le hombre experimente su existencia como parte de una totalidad dotada de sentido. Razón por la que la gran «tarea» no sería otra que la que el propio Heidegger se autoimponía: «explicar la temporalidad del ser-ahí con relación a la posibilidad de la comprensión del ser», en el bien entendido, claro es, de que la verdadera cuestión de fondo –la cuestión de la posibilidad de la metafísica– «exige una metafísica del ser-ahí».

Pero lo que no parece tener tanto fundamento, en cambio, es la reducción del «problema del conocimiento» a los laberintos planteados por la dialéctica sujeto/objeto a que Heidegger procede en el párrafo 13 de Ser y Tiempo. El problema no sería, puestas así las cosas, otro que el de cómo puede caberle al sujeto cognoscente salir de su «esfera interior», de la «jaula» de su conciencia, para entrar en otra «ajena y exterior». Y en medio de todas las variaciones propuestas para resolver esta cuestión –la de la salida, subrayamos de nuevo, del conocer de la esfera interior para conseguir una «trascendencia» eficaz a su objeto– quedaría intacta, para Heidegger, la cuestión de la forma de ser de ese sujeto cognoscente. Llevando así a que el conocimiento pasara a ser asumido como problemático «sin haber aclarado antes qué y cómo es ese conocimiento que tales misterios ofrece», como él mismo verbaliza remedando un viejo reproche de Hegel a Kant. Tiene, pues, una lógica profunda que Heidegger remitiera la cuestión menor y un tanto incómoda del «problema del conocimiento» a «la más decisiva» del «ser en el mundo». No en vano el conocimiento no es para él sino un modo del ser-ahí como ser en el mundo que tiene su fundamento óntico en esta «estructura de ser». (Por lo demás, convendría no olvidar tampoco que respecto del anticartesianismo de Heidegger habría que distinguir entre su inicial llamada de atención sobre lo impensado por Descartes –el sum del cogito– y sus consideraciones críticas sobre lo explícitamente dicho por el filósofo francés sobre el cogito en cuando fundamentum inconcussum veritatis).

La consideración del conocimiento como una forma de ser del «ser en el mundo» no resultaría, de todos modos incompatible, con un poco de ayuda del «principio de claridad», con la que percibe en él, por ejemplo, con igual afán definitorio, un instrumento –el más potente, tal vez– de que la humanidad se ha servido para adaptarse al medio y sobrevivir. Y sobrevivir, además, con un éxito tal que ha acabado por construirse un medio a su medida. Y a la medida de su propia desmesura. Pero recorrer este camino nos llevaría muy lejos de Heidegger. Y si optamos por el suyo –el de la «destrucción» de la historia de la ontología tradicional como tarea perteneciente al acaecer destinal del ser–, no parece que la decisión pudiera resultarnos especialmente útil de cara a la indagación en múltiples frentes que parece exigir la naturaleza misma de la cosa… Sea como fuere, va de suyo que la apelación a Heidegger y, complementariamente, al segundo Wittgenstein, en cuanto inspiradores centrales del «viraje pragmático» no podía obedecer sino a razones renovadamente «destructivas». En el caso de Rorty tan destructivas como para declarar –ya sin eufemismos– caducada la epistemología, cuyo hueco seríaocupado por la hermenéutica –reconocidamente anticartesiana y anti-ilustrada en su remodulación por Heidegger y, sobre todo, por Gadamer–. Y no sólo la epistemología, sino toda apelación medianamente consistente a nociones tan ajenas, a lo que parece, al espíritu de la cultura posmoderna como las de verdad, objetividad y racionalidad. (Por lo demás convendría no olvidar tampoco que de la filosofía moderna, que los teóricos más tradicionalistas del conocimiento elevan, tomando pie en algunos de sus tópicos centrales, a contenido esencial de la propia epistemología, podrían haberse extraído otras consecuencias. Por ejemplo, la de que la problemática ontológica y la gnoseológica se entrecruzan de tal modo una vez el pensamiento filosófico deja atrás estadios primerizos de su propio decurso que no puede sostenerse ya sin graves reparos la vieja escisión. Como se desprende, por lo demás, de la que no deja de ser la conclusión ontoepistémica decisiva de esa época del pensamiento: la de que «lo que sean las cosas», digámoslo al modo de Gustavo Bueno, «depende de nuestro conocimiento acerca de ella y, a su vez, que nuestro conocimiento depende, por encima de nuestras voluntades, de la morfología y de la estructura hilética de la propia realidad». Ahí y no en la confusa y difusa tesis de la «subjetivización de lo real» habría que cifrar la gran enseñanza de la ontoepistemología moderna)...

No hay comentarios:

Publicar un comentario